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Un planeta caliente

El planeta está literalmente al rojo vivo. Las últimas mediciones del Programa de Naciones Unidas para el Medio Ambiente muestran que las emisiones globales de gases de efecto invernadero crecier...

El planeta está literalmente al rojo vivo. Las últimas mediciones del Programa de Naciones Unidas para el Medio Ambiente muestran que las emisiones globales de gases de efecto invernadero crecieron 2,3% en 2024. El calentamiento ya supera los márgenes de seguridad que la ciencia consideraba tolerables, y las consecuencias comienzan a sentirse con una intensidad que desborda los pronósticos.

En la Antártida, la naturaleza ofrece una advertencia difícil de ignorar. El glaciar Hektoria retrocedió más de 8 kilómetros en apenas dos meses, a un ritmo diez veces más rápido que el registrado en toda la historia de observaciones modernas. No es un episodio aislado, sino una señal de desajustes profundos en los sistemas polares, que funcionan como los reguladores térmicos del planeta. El deshielo antártico, además de elevar el nivel del mar, altera corrientes oceánicas y patrones climáticos con efectos que pueden sentirse a miles de kilómetros de distancia.

El cuadro general, sin embargo, no se resume en la acumulación de tragedias ambientales, sino en la dificultad política y económica para responder a tiempo. La humanidad conoce la magnitud del problema, dispone de la tecnología necesaria para reducir las emisiones, pero tropieza con su propia inercia: las metas se postergan, los compromisos se relativizan y las conferencias internacionales se convierten en escenarios de declaraciones más que de decisiones.

En pocos días comenzará en Belén, en el corazón de la Amazonia, la COP30. Su valor simbólico es indiscutible: discutir el futuro climático del planeta en la región que condensa la mayor reserva de biodiversidad del mundo es una oportunidad para medir coherencias. Pero la cita también expone las contradicciones de cada país. Hay algo irracional y algo de ceguera en seguir confiando en una metodología que, con 30 reuniones internacionales, donde participan decenas de miles de personas (en la COP28 en Dubái participaron 70.000 personas y en la COP29 de BAku más de 55.000), no ha logrado disminuir, sino aumentar, las emisiones de gases de efecto invernadero. El mundo cambió, nos guste o no. Incluso ha rebrotado un negacionismo que parecía diluirse, tal vez por el hartazgo de esa cíclica escena donde una burocracia repite que “el tiempo se está acabando” y luego de noches frenéticas posterga las decisiones ineludibles para la siguiente cumbre.

En la cumbre de Brasil, a celebrarse en la selva amazónica, los países deberán trazar la próxima década de acción climática. ¿Se puede confiar en que estas reuniones provoquen cambios sensatos y eficaces para construir un mundo mejor?

La Argentina anunció un nuevo compromiso climático que, lejos de aumentar su ambición, modifica la metodología de cálculo y parece elevar el límite de emisiones permitidas. El cambio puede justificarse técnicamente, pero deja abiertas dudas sobre el sentido real de la revisión.

Nuestro país enfrenta el mismo dilema que el resto del mundo, aunque con urgencias propias. Es vulnerable a los eventos extremos y depende, al mismo tiempo, de recursos fósiles para sostener su economía. Esa tensión no se resolverá negando el problema ni postergando las decisiones. Exige una política climática seria, sostenida y verificable, capaz de alinear la producción con la preservación y de proyectar a largo plazo más allá de los ciclos políticos.

No se trata de alarmar, sino de asumir con realismo que la ventana de oportunidad se estrecha. Cada año sin avances concretos consolida los costos que luego deberán pagar las próximas generaciones. El planeta no colapsa de un día para otro, pero está enviando señales inequívocas de agotamiento.

En el segundo día de la COP29, el Gobierno de Milei tomó la decisión de retirar a su delegación de Bakú. El país no participó de las negociaciones ni de la toma de decisiones durante el resto de la conferencia. Ha sido un error. Si bien es cierto que la incidencia de nuestro país en la emisión de gases de efecto invernadero es menor al 1 % mundial, la decisión adoptada representó un innecesario paso atrás. La Argentina ha participado de manera activa y, en algunos momentos, ha tenido una posición de liderazgo regional en las negociaciones climáticas. Su ausencia en los foros multilaterales nos privaría de participar de las discusiones acerca del futuro del planeta y del financiamiento que podría recibir la Argentina para afrontar los daños que ya produce el cambio climático en nuestro territorio. Concurrir no significa consentir ni apoyar todo lo que allí se discute. Tampoco renunciar a los proyectos genuinos de desarrollo.

Fuente: https://www.lanacion.com.ar/editoriales/un-planeta-caliente-nid07112025/

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